Héctor Poleo Entre épocas

Exposición: 21 de mayo al 20 de junio de 2010

Lugar: Odalys Galería de Arte Centro Comercial Concresa, P.B. Prados del Este, Caracas

Horario de exposición: 10:00 a.m. a 6:00 p.m.


 



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Héctor Poleo
Entre épocas, polémicas y generaciones

Resulta bastante frecuente que la historia del arte termine privilegiando ciertas épocas de la producción de un artista de larga trayectoria y tienda a ocultar, o al menos a dejar en segundo plano a otras, así como, dentro de la extensión de siglos del arte europeo y universal, entran a escena y salen de ella países y movimientos que tienen su momento de gloria para después desvanecerse. En este sentido, llama la atención cómo, siguiendo dicho modelo, una pluma tan autorizada como la de Juan Carlos Palenzuela se refiere extensamente a la obra de Héctor Poleo de los años cuarenta y cincuenta, en sus etapas que el investigador califica de "realista" y "surrealista"1, para luego apenas mencionarlo en su análisis de los años sesenta2 y finalmente ignorarlo en su estudio de las décadas posteriores, a pesar de que el artista siguió activo hasta su fallecimiento en 1989.

Tal actitud es comprensible y muy respetable por cuanto, desde una perspectiva panorámica como la que asume Palenzuela, se toma en cuenta ante todo el momento emergente de la producción de un artista, cuando ésta significa un aporte novedoso en relación con el contexto, lo que fue el caso con las pinturas de Poleo de principios de los años cuarenta, en las que introduce en Venezuela postulados inspirados en el arte de contenido social del muralismo mexicano y viene así a sacudir un ambiente algo aletargado en la celebración a veces anodina y repetitiva del paisaje nacional (si exceptuamos figuras de primer orden como Armando Reverón y Francisco Narváez). Asimismo, se le concede cierta importancia al período considerado surrealista -Nueva York, entre 1945 y 1948-, por el hecho, amén de la calidad misma de estas obras, de erigirse Poleo en el único representante destacado de esta corriente en Venezuela antes de los experimentos del Techo de la Ballena. En cambio, su obra posterior se inscribe, ya no como emergente sino como vigente, dentro de un contexto general del que participa, de cerca o de lejos, sin llegar a tener rol protagónico. Sin embargo, esa obra tardía merece igualmente ser objeto de estudio y comentario, ya que sin duda aporta una interpretación personal y muy libre, por parte de Poleo, de momentos tan importantes para el arte venezolano de las décadas del cincuenta y del sesenta respectivamente, como la abstracción geométrica y el informalismo, y a los cuales no se le ha emparentado, pese a evidentes cruces y coincidencias.

La obra de Poleo de los años cuarenta ha sido redituada con inmediato reconocimiento, como lo atestigua su biografía: una exposición personal en el Museo de Bellas Artes en 1941, apenas regresar de México y cuando no tenía sino 21 años, el Premio John Boulton (segundo en importancia en el Salón Oficial Anual de Arte Venezolano, y prácticamente "antesala" del Premio Oficial de Pintura3) en 1943, el Premio Arturo Michelena en el Salón homónimo del Ateneo de Valencia en 1944, y el Premio Oficial de Pintura en 1947, además de una extensa lista de reconocimientos de menor categoría. (Asimismo, Alejandro Otero expondrá sus Cafeteras en el Museo de Bellas Artes en 1949, luego se abstendrá de enviar a los salones que tanto había criticado, hasta 1957 cuando gana el Premio John Boulton en el Salón Oficial de ese año, seguido del Premio Oficial de Pintura en 1958).

Este éxito es muy notable si se recuerda que esa primera etapa de Héctor Poleo (que sucede a su época de formación en Caracas y México) constituye al mismo tiempo la primera ruptura, tanto temática como formal4, con relación al paisajismo del Círculo de Bellas Artes y de la Escuela de Caracas. Ruptura sobre la que hay que insistir, ya que en 1950, los Disidentes, al querer proyectarse como la primera ruptura con esa tradición, sencillamente relegaron a Poleo como un artista más del pasado figurativo que pretendían erradicar, si bien el mismo Otero "solía decir que el regreso de Héctor Poleo, proveniente de México, fue un verdadero impacto para toda su generación"5. En este sentido, a razones de orden ar tístico se agregaban otras estratégicas y propias de la beligerancia auto-exigida para cumplir con los postulados de una vanguardia. De hecho, aun cuando no distan sino tres años entre Poleo (nacido en 1918) y Alejandro Otero (nacido en 1921), parecería que los separa una generación, ya que la obra del primero, no sólo es figurativa sino que apela a unos valores de "clasicismo" luego fustigados por el segundo, y además, desde la novedad absoluta y el radicalismo de la abstracción geométrica en la Venezuela de los años cincuenta, se van difuminando las diferencias sin embargo profundas entre el paisajismo que todavía reinaba en los años cuarenta y la propuesta de Poleo centrada en el ser humano y con una carga "conflictiva" entonces inédita en el contexto nacional, ya que vuelve protagonistas a "sujetos subalternos" como los campesinos pobres de los Andes.

Así que se hace necesario, en este caso, evitar una lectura retrospectiva y más bien intentar reubicar al Poleo "realista social" en su contemporaneidad. Aun sin la presencia de personajes, el conflicto se hace presente en la naturaleza misma, como lo demuestran sus paisajes yermos e íngrimos, con una luz fría y cortante casi invernal, pintados con una textura muy ligera y seca. Entre 1941 y 1943, Poleo viaja a los Andes y en 1942 pasará una temporada en San Rafael de Mucuchíes en compañía de Pedro León Castro, ambos abocados, como escribiera Miguel Otero Silva, a "hacer del hombre, de la ansiedad intemporal del hombre, el asunto y el clamor de sus cuadros". Ahí pintará Poleo Los tres Comisarios, obra emblemática dentro de la iconografía nacional.

En 1942, el máximo exponente de la Escuela de Caracas, el pintor y entonces director del Museo de Bellas Artes Manuel Cabré, por encargo del Presidente de la República Isaías Medina Angarita, emprende también un viaje a los Andes donde pinta varios paisajes. En ellos abandona la visión cercana e intimista con la que suele representar el Ávila, y adopta una perspectiva panorámica afín a la que empleaba José María Velasco para plasmar el Valle de México a fines del Siglo XIX. Son éstas pinturas de celebración casi barroca (en todo caso exultante) de la grandiosidad del paisaje andino, resplandeciente de infinitos verdes en una cálida atmósfera. Si las comparamos con las de Poleo, se vuelven obvias las diferencias que separan a ambos artistas.

Ahora bien, mucho se ha comentado acerca de la "hegemonía" que ejercen en aquel entonces los artistas de la Escuela de Caracas, y en efecto ocupan todos los cargos oficiales de la escena cultural: el de director de la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas (anterior Academia de Bellas Artes), el de director del Museo de Bellas Artes7, los de organizadores y jurados del Salón Anual Oficial de Arte Venezolano, estos últimos compartidos con miembros de la alta sociedad y de la élite intelectual. Pero ejercían estos cargos con una notable benevolencia hacía los artistas jóvenes (muchos de ellos sus alumnos en la Escuela) y sus propuestas novedosas, así como hacia sus contemporáneos independientes. En la primera edición del Salón Oficial (1940), ganan el Premio de Pintura Marcos Castillo y el de Escultura Francisco Narváez, dos artistas que no forman parte de la Escuela de Caracas. Con ese mismo espíritu tolerante acogerán a Héctor Poleo, a Pedro León Castro y más adelante a Pascual Navarro, Mateo Manaure, Oswaldo Vigas, Alejandro Otero...

La primera etapa de Héctor Poleo marca el regreso de la figura humana en la pintura venezolana (aunque nunca desapareció del todo, véanse Marcos Castillo, Juan Vicente Fabbiani, Francisco Narváez, incluso Pedro Centeno). Lo que sí es novedoso es, como ya mencionamos, la creación de una iconografía de los campesinos andinos representados sin afán folclórico o costumbrista alguno -aunque a veces recurre a sus temas, como el "ventaneo"-, al contrario, imbuidos de una dignidad y solidez que evocan, más allá de los muralistas mexicanos, a los grandes fresquistas italianos: Giotto, Masaccio y que, como los personajes de aquéllos, no pertenecen a circunstancias transitorias sino a una atemporalidad que los libera de anecdotismos. Como bien escribe Miguel Otero Silva: "El humanismo de Poleo no es una barricada de insurrecto, ni siquiera una tribuna de denuncia, sino una confesión de amor a su pueblo y de inconformidad con el destino de ese pueblo" 8. En efecto, no se trata de un arte militante e ilustrativo, sino de la expresión plástica de la empatía del artista con sus modelos. El irrespeto del canon académico en la exageración de los brazos, las manos, las piernas y los pies ya no es motivo de escándalo; se entiende que simboliza el duro trabajo de la tierra, así como lo vemos en la misma época en los ecuatorianos Oswaldo Guayasamin y Eduardo Kingman.

Entre 1945 y 1948, Héctor Poleo vive en Nueva York (un destino entonces poco común para un artista venezolano), en el corazón del estallido expresio nista abstracto, al cual podemos suponer asiste con indiferencia, muy concentrado en dar un giro menos local a su pintura, pero conservando sus valores de espíritu humanista y figuración plástica. La Segunda Guerra Mundial, que apenas está terminando y de la que se empiezan a conocer los horrores, le inspira unos cuadros que conforman su etapa "surrealista", sin duda derivativa de Salvador Dalí, de quien retoma inquietantes formas biomórficas, y de Yves Tanguy y sus paisajes desérticos. Ambos artistas pasaron la Segunda Guerra Mundial en Nueva York, donde sin duda Poleo pudo ver sus obras. En este caso, el epíteto "derivativo" no llega a ser menospreciativo, ya que el epígono superó a sus modelos en la asombrosa precisión y el detallismo refinado de sus pinturas y en las sobrecogedoras atmósferas de desolación así logradas. El efecto impactante de estas obras reside precisamente en el contraste entre los elementos surreales e imaginarios (de pesadilla) y el implacable realismo con el que están plasmados, digno de los más virtuosos académicos del siglo XIX. Aquello que se había vuelto alarde técnico y receta reiterada en Dalí y Tanguy se convierte en Poleo en un "pathos", que, como en sus obras de temas andinos, sabe evitar lo particular y circunstancial para lograr una expresión universal y atemporal del horror de la destrucción bélica.

En París, donde se traslada en 1948, inicia Poleo su tercera etapa, y ya con esa fecha, llegamos a la parte menos estudiada, pero no menos interesante, de su trabajo. Si bien las primeras obras pintadas en París pertenecen todavía al período surrealista neoyorquino, rápidamente y después de un breve paso sin consecuencias ulteriores por una pintura de pincelada gruesa y visible y unos pasteles de trazos rápidos sugerentes del volumen, Poleo define su nuevo estilo. Aparecen personajes -sobre todo mujeres- en cercanos primeros planos (caras, bustos, medio-cuerpos), o bien distantes, misteriosas y algo hieráticas, o bien melancólicas y ensimismadas, todas delineadas con un dibujo preciso y sintético, con preferencia en los perfiles. Omite los detalles, el modelado y las sombras. Sin llegar a ser citas pictóricas totalmente identificables, estas figuras evocan a otras del pasado renacentista: Ghirlandaio (Giovanna Tornabuoni), Piero di Cosimo (Simonetta Vespucci), Piero Della Francesca(Battista Sforza) entre otras, y también, de manera más difusa, a los últimos góticos y los primitivos italianos. Así se reafirma en Poleo su sentido de la claridad, del equilibrio, en fin, su gusto por el clasicismo, seguramente reforzado por las visitas al Museo del Louvre. Al mismo tiempo, hay en su arte un componente moderno, que se hace presente en cierta geometrización de las formas, incluso humanas, en el privilegiar los planos sobre los volúmenes, en el uso de superficies cromáti cas planas, en última instancia: se identifica en la figuración de Poleo en los años cincuenta la cercanía de la abstracción geométrica.

En 1950 se forma en París el grupo de los Disidentes, encabezado por un muy combativo Alejandro Otero, que encuentra en la abstracción geométrica (uno de los movimientos que ocupa entonces la escena parisina, pero no el único) todo el radicalismo necesario para romper con el paisajismo local. Por primera vez en la Historia, artistas venezolanos van a ser contemporáneos de una vanguardia internacional (es decir, europea) y así poder deslastrase de esa sensación, tan dolorosamente vivida por Otero, de permanecer "detrás del tiempo"9. Poleo no compartía esa angustia: el había sido parte de la vanguardia latinoamericana y, -muy a su manera, con Francisco Narváez-, su cultor más importante en Venezuela, él había, en su momento, irrumpido contra esa tradición que a su vez los Disidentes querían ahora cancelar. De hecho, Miguel Otero Silva había subrayado la supuesta incompatibilidad entre ellos y Poleo cuando escribió, (aquí reproducimos la cita en toda su extensión): "la rebelión de los jóvenes izó dos banderas disímiles. Los unos, encabezados por Alejandro Otero Rodríguez, enrumbarían su disidencia por el derrotero de la pintura abstracta que habían predicado Mondrian, Malevitch y Kandinski. Los otros, con Héctor Poleo como cifra más espléndida, decidieron hacer del hombre, de la ansiedad intemporal del hombre, el asunto y clamor de sus cuadros"10. MOS no toma aquí en cuenta un desfase de diez años entre ambos movimientos, pero es de notar la palabra "disidencia", que remite al nombre que adoptará el grupo, así como la alusión a sus antecedentes, que no pertenecen a la tradición latinoamericana y por lo tanto carecen para él de validez en el contexto del arte venezolano. Esa es la misma argumentación que desarrolló en su famosa polémica con Alejandro Otero. En esa ocasión, MOS termina, después de muchas reservas, aceptando la abstracción como un "medio" al alcance de los artistas para "construir regiones secundarias de sus cuadros"11, como lo hizo Luis Guevara Moreno, que cita como ejemplo. Y aunque Poleo nunca pasó por una etapa totalmente abstracta, al contrario de Guevara Moreno y de Armando Barrios, se puede apreciar en sus obras de los años cincuenta una impronta abstracta, no sólo en "regiones secundarias", esos fondos que resuelve en planos geométricos, sino también en el protagonismo de las superficies y el manejo de colores uniformes. Este estilo de Poleo se vuelve particularmente eficaz, por la claridad de su lenguaje, en el mural que realiza en el rectorado de la Ciudad Universitaria. Es de destacar el hecho de que Carlos Raúl Villanueva, partidario y defensor de la abstracción, haya sin embargo invitado a Poleo, Francisco Narváez y Pedro León Castro a participar en su programa de integración de las Artes en la UCV, cuando al mismo tiempo desterró de su recinto a la María Lionza de Alejandro Colina, comanditada a sus espaldas por el dictador Pérez Jiménez.

A principios de los años sesenta, ya establecido en París aunque en contacto constante con Venezuela, Héctor Poleo da un giro que nada parecía augurar: de su obra anterior apenas guarda los perfiles femeninos, ahora fantasmales y casi ocultos dentro de unas atmósferas oníricas, totalmente abstractas y, por si fuera poco, abstractas "informalistas" o "líricas". En este caso, la escogencia del adjetivo no puede ser casual. En efecto, la oleada de abstracción no geométrica que surge en Estados Unidos hacia 1946-47, conocida como "expresionismo abstracto", y contemporáneamente en Francia bajo el término de "abstracción lírica", alcanza luego otros ámbitos como España y América Latina (en Venezuela fue casi hegemónica a principios de los sesenta), donde se conoce como "informalismo". En consecuencia, si calificamos de "lírica" a la abstracción de Poleo, implícitamente la relacionamos con el escenario francés; en cambio si la tildamos de "informalista", la ubicamos en el contexto venezolano. Desde luego, no es descartable que haya una convergencia, aunque nos inclinamos a analizar esta producción de Poleo como parte de -y aporte a- lo nacional. No sólo por razones cronológicas (ya en los años sesenta la abstracción lírica había perdido terreno en Francia y el informalismo estaba en pleno auge en Venezuela), sino porque, como la mayoría de sus colegas y coterráneos, podemos suponer que tuvo un afán de mayor libertad formal, y así como los abstractos geométricos se deshicieron, aunque sea por un momento, de los rigores ortogonales, Poleo se alejó de su sentido clásico y de su necesidad de orden.

Esta producción, en la que abandona el óleo a favor del acrílico, que presenta la ventaja de una ejecución y un secado más rápidos, ofrece muchos matices: atmósferas acuáticas o etéreas, logradas con finísimas capas y transparencias; otras pétreas, opacas y más dramáticas; otras con vigorosos trazos gestuales que parecen herir el soporte; unas donde se vislumbran no sólo figuras humanas sino formas ligeras como olas o nubes o al contrario sólidas como fragmentos de piedras o de cometas, en todo caso formas misteriosas que cruzan la tela sugiriendo explosiones. También se hace presente una tendencia monocromática que refuerza la abstracción al fundir y diluir aún más los elementos figurativos. Recuerda Miguel Otero Silva que Miguel Ángel Asturias habló de las "abstracciones figuradas" de Poleo, y añade: "Me deleita particularmente esa paradoja de la abstracción figurada porque es la manera más certeramente barroca de definir el humanismo poético que guía la mano y el pensamiento de Héctor Poleo"12. Vale la pena comentar el comentario, pues lo "barroco" no se aplica sólo a la pluma de Asturias sino por extensión a la pintura de Poleo, y así se sugiere, además de las distancias con su anterior clasicismo, su pertenencia a América Latina, barroca por naturaleza como afirmó otro de sus grandes escritores, Alejo Carpentier, y se insiste en el humanismo, valor esencial para MOS, por encima de una abstracción que por sí sola tal vez no lo convenció, y de hecho, en la descripción de esas obras, rescata todos sus elementos figurativos en un largo inventario.

Desde fines de los sesenta y durante toda la década de los ochenta, si no se dan en la obra de Poleo notables cambios estilísticos sino más bien variaciones, en cambio se produce una diversificación de medios: tapices, vitrales, esculturas, joyas, que demuestran su espíritu inquieto y abierto a la experimentación. En esta fase destaca el magnífico vitral realizado en 1978 para el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, donde los azules adquieren especial riqueza y los emplomados propios de esa técnica vienen a tomar el lugar de esos trazos negros con los que Poleo delimita sus figuras. Asimismo, en sus esculturas-placas se valora el carácter de medalla de sus figuras de perfil de los años cincuenta y la limpidez de sus contornos. En este sentido, el cambio de medios permite resaltar unos elementos fundamentales de la estética de Poleo a través de sus diversas etapas, como lo son la pureza de la línea y su poder de síntesis.

El impecable dominio técnico de Poleo es siempre objeto de admiración, pero aún más lo son la soltura y sinceridad con las que ha sabido ser un artista venezolano que ha integrado a su extensa obra, en vez de enfrentarlos, el aporte latinoamericano y el europeo para ambos refundirlos en un lenguaje propio con él que se han identificado sus compatriotas, como lo demuestra el gran aprecio del que goza su obra.

Federica Palomero/abril 2010