Carlos Eduardo Puche Fotografías

Exposición: 18 de julio al 12 de septiembre de 2013

Lugar: Galería Odalys S.L., Orfila 5, 28010, Madrid, España

Horario de exposición: 11:00 a.m. a 8:00 p.m.


 



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Tradición y la vigencia. La fotografía de Carlos Eduardo Puche

El sentir y el entender no pueden reunirse sino, como todo lo viviente, o en vía de serlo, por una especie simbiosis. Simbiosis, danza en un comienzo y durante un tiempo, en el cual los que van a reunirse ocupan el uno el lugar del otro.

María Zambrano1


La obra de Carlos Eduardo Puche (Caracas 1923 - Caracas 1999), constituye uno de los legados más originales de la fotografía y el arte venezolanos, no sólo por sus valores estéticos, por sus descubrimientos y adelantos en la experimentación de técnicas y posibilidades de la fotografía, sino por su vigencia cuando -más allá del contexto histórico en que fue realizada- encontramos prefigurados, y de allí presentes, lenguajes y conceptos que luego aparecerán como preocupaciones principales y deliberadas en artistas posteriores a él. (Fig. 1)

En la historiografía existente sobre Carlos Eduardo Puche, se ubican los inicios de su trayectoria en el año 1959, cuando ingresa a estudiar fotografía y microfotografía en el laboratorio fundado por el gran maestro de la fotografía venezolana Carlos Herrera (Caracas 1909 - Caracas 1988)2 en la Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Venezuela. Nadie duda del vuelco que significaría en la vida y obra de nuestro fotógrafo su encuentro y aprendizaje con Herrera. Sin embargo, un conjunto de viejas y algunas veladas diapositivas y negativos, que datan de mediados de los años cuarenta hasta fines de los cincuenta, contenidos en una cajita que poco antes de morir Puche le entregara a su amigo, el también fotógrafo Carlos Ayesta3, con la idea de que intentasen recuperarlas4, descubrimos a una persona con una inmensa vocación por la fotografía, aún por desarrollar plenamente. Estas diapositivas y negativos muestran muchos de los signos que serán constantes en su lenguaje, (Fig. 2) y también, el acercamiento estético unido a la actitud investigativa que tenía hacia todo lo que captaba con su cámara (Fig. 3). Poco tiempo después, en 1961 Puche es nombrado director del Laboratorio de Fotografía y Fotomicrografía de Cuerpos Opacos en la Escuela de Ingeniería Metalúrgica de la Universidad Central de Venezuela y allí se mantendrá hasta 1988.

Un suceso relevante ocurre a mediados de los años 40 en la vida y obra de Carlos Eduardo Puche, haberse enamorado de Elsa Gramcko (Puerto Cabello 1925 - Caracas 1994), una discreta muchacha que con el correr de los años será una las figuras centrales del arte venezolano del siglo XX, (Fig. 4) para luego casarse y compartir la vida juntos hasta la muerte de la esposa. Suele vincularse a Gramcko con el movimiento Informalista que surge en Venezuela en los años 60, aunque “la artista no participó en las muestras colectivas de esta corriente en Venezuela y rechazó durante toda su vida el apelativo de artista informal”5. Esta asociación con el informalismo es extendida a Puche, más aún cuando sus fotografías, especialmente Lijas y Texturas, son analizadas como obras abstractas. (Fig. 5)
El curador y crítico venezolano Félix Suazo señala, entre los rasgos que caracterizan el lenguaje informalista, algunos que, sin duda, están presentes en fotografías de Puche, así como en obras de Elsa Gramcko, por ejemplo, su gusto por “la materia desnuda”, los “trozos de madera envejecida”, las “superficies ruinosas y destruidas enalteciendo lo vetusto y gastado”6. (Fig. 6). Así que la idea de lo informal y lo abstracto pueda surgir ante algunas de las fotografías de Puche es perfectamente comprensible, y está -a mi parecer- dentro de la libre interpretación que puede un crítico o un espectador dar a una obra; pero también puede surgirnos otra idea, opuesta si se quiere, no la de una obra informalista, sino la de una nueva manera de abordar las formas. En el caso de Puche, entonces, sería aún más discutible el que tuviese alguna intención hacia lo informal al momento de realizar sus obras. La independencia creativa de Carlos Puche es la que nos ha llevado a una revaloración de la obra de este creador. Aún en su obra “figurativa”, más allá de la belleza de de las imágenes meditativas y hasta románticas de sus fotografías, como es el caso de las Neblinas, (Fig. 7) Puche conduce al espectador a contemplar y a observar hasta el detalle, con la curiosidad y detenimiento de un naturalista, las formas minúsculas de un helecho en medio de una atmósfera nublada; más aún en muchas de sus Texturas: “No hay arte abstracto -declaró Picasso- Es preciso empezar siempre con algo. Después es posible eliminar todo rastro de realidad. De todos modos, al llegar a este punto ya no hay peligro, porque la idea del objeto habrá dejado una marca indeleble”.7

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El crítico y curador de arte venezolano Luis Pérez Oramas señala tradiciones que establecen una continuidad en las artes visuales venezolanas, siendo el paisaje una de las de mayor peso. Dice Pérez Oramas, que el surgimiento de una corriente neo-constructivista, entre 1950 y 1975, y especialmente del cinetismo, generó una forma de “continuidad” desde la negación de “la modesta tradición paisajística que lo precedía”. Y que “la invención de la continuidad [la venezolana] vendría a estar, como un ritornello, en el mismo sitio: en el paisaje, tan negado por nuestra ilusión moderna”.8

Con la obra al aire libre de Carlos Eduardo Puche -no quisiera calificarla de paisajística- se produce un cambio importante, aunque él no se lo hubiera propuesto como una ruptura vanguardista. Así, su obra silenciosa, poco difundida hasta la fecha, aporta nuevos signos en la gramática de esta tradición, que se diferencian de ella y que a la vez la enriquecen con renovadas imágenes. Cuando vemos las fotografías de paisajes nublados -o paisajes en niebla- de su antecesor Carlos Herrera -el paisaje es uno de los temas dentro del rico inventario de imágenes y formatos de Herrera- que el mismo maestro incluía dentro de su obra que calificó “fotografía pictórica”, y vemos una Neblina, una Marina o un ávila de Carlos Eduardo Puche, encontramos una estética e idea de composición muy diferentes la una de la otra (Fig. 8). Herrera era admirador de la tradición de la escuela paisajista venezolana del siglo XX que se inicia en la pintura del Círculo de Bellas Artes de Caracas en 1912, siendo Herrera, dentro de la fotografía, uno de los pilares vinculados a esta tradición en lo que al paisaje se refiere, en los de montañas especialmente hay una preferencia por el formato horizontal (Fig. 9). La categoría “fotografía pictórica”, en cambio, no sería la apropiada para referirnos a las obras de Puche, en donde prevalece el formato vertical. (Fig. 10). Son pocas las fotografías del ávila, la gran montaña al norte de Caracas- tema reiterado en la pintura y la fotografía venezolanas- tomadas por Puche en 8 x 10, blanco y negro, formato horizontal, que hemos ubicado. Las Neblinas son en formato vertical.

Para Herrera, hombre riguroso, melómano y de vasta cultura en artes y ciencias, la composición, los ritmos y formas, eran fundamentales; no lo era así para Puche. Si bien Puche era perfeccionista -al igual que Herrera- en cuanto a los procesos y resultados de su trabajo, no buscaba la perfección compositiva como belleza. Esto lo observamos no solamente en las obras airelibristas de ambos, sino inclusive en fotografías realizadas en espacios interiores, en las de objetos aislados de un contexto que los rodee, donde el interés primordial sea mostrar cómo debe ser fotografiado un material con una forma en particular, un envase vidrio, por ejemplo. En las imágenes de ambos vemos, por un lado, el contraste entre la composición del conjunto de Herrera (Fig. 11) y por otro, la ubicación poco estricta del objeto en el espacio de Puche (Fig. 12). Hay otra fotografía de Puche en la que el vidrio es uno de los elementos importantes (Textura, vidrio y reflejos), aquí su propuesta estética es de una asombrosa contemporaneidad, que nos permite ver la obra de Puche como anticipación -deliberada o no- a experimentos y obras que vendrán a surgir a partir de los años 70 en una generación de artistas venezolanos a la que se ha generalizado bajo el calificativo de “conceptuales”9 y que no ha dejado de hacer sentir su influencia sobre artistas más recientes (Fig. 13).

Carlos Puche se aparta de la tradición de la escuela tradicional de la estética pictorialista de las primeras décadas del siglo XX en la fotografía. No quiero decir, reitero, que se lo hubiera propuesto como una ruptura con sus predecesores y contemporáneos, sin embargo produce, en gran parte de su obra, cambios importantes dentro de la estética visual moderna de su país y de América Latina. Una poética y una idea de composición diferentes, que dialoga con mayor fluidez con el arte contemporáneo que con sus predecesores.

Puche, al igual que muchos artistas e intelectuales venezolanos del siglo pasado, fue hombre interesado por la historia y el hacer del pasado y el presente en otros lugares del mundo. Viajó en Estados Unidos permaneciendo durante tiempo suficiente para enriquecer sus conocimientos; admiraba a fotógrafos como Alfred Stieglitz y sus ideas sobre la fotografía artística, al norteamericano Ansel Adams, quien junto a un grupo de fotógrafos defendían la estética naturalista, entre los que se encontraba Edward Weston y crearon en California, en l932, el grupo f/64.

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El fotógrafo Carlos Ayesta, alumno de Carlos Herrera desde 1968 cuando ingresó a la Escuela de Biología, y posteriormente su Auxiliar Docente y amigo; también, por esos años conoció a Carlos Puche, para la época un fotógrafo reconocido y admirado en el medio universitario y artístico, con quien llegó a tener una gran amistad. Una vez que Herrera se jubila, en 1980, Ayesta asume la dirección del laboratorio. Y cuando Puche es jubilado por la Universidad, en 1988, lo invita para que utilice libremente, en calidad de amigo y fotógrafo el Laboratorio de la Facultad de Ciencia. (Fig. 14)

Allí -me dice Ayesta en una conversación- “Puche se dedicaba a los experimentos de Texturas, Lijas, Cianotipos, copiaba nuevos y viejos negativos, a veces reiteradamente. Puche era un apasionado de las texturas, los grises y contrastes, la línea y las formas. Las Lijas eran más que objetos encontrados, reconocidos y fotografiados; eran, como todo lo que él hacía, el resultado de un trabajo de depuración estética. Nunca vi una lija de ferretería original, lo que él me dejo ver fueron sus obras, las fotos finales. (Fig. 15)

Entre Elsa Gramcko y Carlos Puche -continúa- existía una verdadera simbiosis de saberes y valores expresivos. Elsa solía comentar la importancia que tenía para ella los conocimientos y experimentos de su esposo en el Laboratorio de Metalurgia, sobre todo los tratamientos con ácidos y sus efectos, los anti oxidantes y otros procedimientos propios de ese campo, y que ella aplicaba con fines estéticos a sus propias obras, pegamentos especiales, texturizados, técnicas de preservación de metales.

El tema de la firma en la fotografía, también fue muchas veces discutido entre Herrera y Puche estando yo presente. Herrera, por ejemplo, sólo firmaba la copia montada y lista, antes de barnizar. Todo un rito, con un lápiz duro, de modo que viera solamente la huella en la imagen, casi en relieve, firma y fecha de tomada la foto. ‘Es importante que sea imperceptible -insistía- y que sobre todo no afecte en lo más mínimo la mirada de la imagen’. Es decir, que la firma no se vea, hay que buscarla. Puche, obsesivo y perfeccionista en todo lo que hacía, opinaba que en ningún momento debía tocarse la imagen. Su preferencia eran los papeles formato 8 x 10 máximo, ya fuesen de doble peso, así como los delgados y sutiles, presentarlos impolutos, sin mácula, era para él el gran reto. En estos una firma no cabe por el frente, y puede -en los papeles delgados- afectar la imagen desde el dorso. En las Neblinas, Lijas, Cianotipos, para él era inaceptable la firma con la imagen. Su firma u otra anotación en este tipo de obras responde a excepciones. En algunos casos, firmaba en el dorso del papel, dentro del perímetro fuera de la imagen, en parte del área reservada por el marginador de copia, en letra menuda, a lápiz, unos códigos y su nombre resumido para ubicación de negativos y número de copias, si las obras iban para una exposición.

Detrás de la puerta de su laboratorio en Metalurgia -concluye Ayesta- en un papelito pegado, Puche tenía escrito el primer versículo del Tao Te Ching: El Tao que pueda ser nombrado no es el verdadero Tao -o algo así-. Esto revela en cierta forma el espíritu y conexión de Puche con sus imágenes”.

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Trabajando en la organización y fichaje da las fotografías de Puche hemos encontrado secuencias de una misma imagen (una de la serie Neblinas y otra de la serie Palo Seco) qué nos han llevado a plantearnos la pregunta ¿por qué Puche las conservaría, impecables?, algunas están en formato 8 x 10 y otras, más pequeñas, formato 7 x 5. Cada una de ellas en sí, es un vintage único copiado por su autor. Tanto Elizabeth Schön como Juan Carlos López, en el catálogo de la exposición de Puche en la Galería de Arte Nacional de Venezuela en 2004, escriben sobre las piezas de la serie Palo Seco. Sus escritos despiertan aún más nuestra curiosidad sobre este hallazgo. Una de las imágenes de esta serie fue seleccionada y reproducida en el catálogo. Esta es descrita, poéticamente, por Elizabeth Schön así: “En una de estas fotografías se mira el tronco seco de un pequeño árbol negro, recto, carente de hojas y ramajes: aguja sin hilos que enhebrar. Lo cerca una blancura llena, pareja, que no es precisamente la del cielo. Es un blanco completo, casi irrompible. Buscaba la pureza de lo blanco más que el cielo azulado de la profundidad.”10 López, por su parte, afirma: “En 1967 inicia la que será una nueva serie los Palos Secos. Lamentablemente sólo poseemos pocas fotografías y gracias a Elizabeth Schön, quien realizó una serie de poemas que acompañaban a cada una de las imágenes, hoy desaparecidas, sabemos que se trataba de un grupo de por lo menos veinte obras. Estas fotografías blancas… Obras escuetas, compuestas por ramas secas y sin hojas que se muestran sobre un cielo-telón uniforme e inmaculadamente blanco.”11 (Fig. 16)

Hubo, sin duda, un momento de preferencia y escogencia, cuando Puche seleccionó las imágenes de su serie Palo Seco que le daría a Elizabeth Schön para ilustrar su libro de poemas, posiblemente asociado a la búsqueda de una imagen meditativa que remitiera a un estado armonía con la naturaleza en su forma más pura -ya destacó Ayesta el interés de Puche por las enseñanzas de las filosofías orientales, sin que fuese asiduo practicante de ninguna. En las imágenes de la serie Palo Seco que aquí presentamos en secuencia -obras de archivo a las que estoy dando una relectura signada por lo subjetivo, el encuentro de analogías y lo conjetural - la pureza del blanco como negación de la profundidad del cielo no aparece como una imagen aislada. Si en el pasado fue presentada por el crítico, o interpretada por el espectador siguiendo al poeta, como “aguja sin hilos que enhebrar” cercada por una “blancura llena, pareja”, ahora es presentida -por mi mirada- como parte de una imagen serial, de una secuencia, de la que cada una puede ser fin o comienzo, y en la que hubo, y hay, diferentes estados del tiempo y el espacio, en el clima, el cielo, en el alma tal vez. Ante estas imágenes, es muy grande la tentación que nos lleva a dotarlas de un carácter de obra conceptual -deliberadamente o no concebido por Puche- en 1967, anteriores a la reflexión sobre la sombra contenida de sus serie Objetografías12 (1969), en las que es evidente una propuesta conceptual del artista. (Fig. 17. Secuencia de 7 imágenes)

En su ensayo “Armando Reverón y el arte moderno escribe Luis Pérez Oramas escribe: “…Armando Reverón… en la soledad profética de quien ignora el esplendor de su propia soledad, acometió, acuciante desde la arena, sin saberlo, sin siquiera sospecharlo, la invención de una modernidad en pintura…”13. “Sin saberlo”, “sin siquiera sospecharlo”… ¿Estaría Carlos Eduardo Puche, prefigurando una conceptualidad en sus obras, dentro de la tradición del paisaje a la manera de artistas posteriores a él que incorporan el transcurrir del tiempo? a la manera de secuencias fotográficas o de fotogramas cinematográficos, un acercamiento -no importa si voluntario o no- que lo llama a dialogar con obras de artistas venezolanos mucho más jóvenes que trabajan secuencias de una imagen, en obras de carácter serial, como Roberto Obregón (1946 - 2003) en sus contactos fotográficos en blanco y negro y tinta Crónica-Paisaje 1974 - 1975, imagen repetida, que remite a las experiencias de Muybridge; Memo Vogeler (Caracas, 1948) en sus fotografía a color Bitácora del ávila, 1993 - 1995 o Juan Araujo (Caracas, 1971), por ejemplo, en su políptico piezas en pintura, Suite de la Trinitaria, en que recrea, en distintos climas y tonos, La Trinitaria, 1922, de Armando Reverón, una manera, reflexiva, crítica y de revisión conceptual de la tradición del paisaje en el arte venezolano.

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En el catálogo de la exposición Las Formas de la apariencia: La fotografía de Carlos Puche14 que ya hemos citado, la poeta Elizabeth Schön15 se pregunta: “¿Dónde nació este artista de lenguaje distinto y avanzado. Sin presión alguna nace la respuesta: en la parroquia de San Juan [Caracas], con sus amplios árboles, su plaza de Capuchinos, y su bella iglesia… entonces yo llegué a enterarme… del comportamiento de este creador en el momento que vislumbró, desde su cuarto de infancia, la gigantesca torre que forma nuestro cerro el ávila, hasta el instante que sus párpados descendieron y los ojos entraron en el silencio oscuro de lo desconocido”.16

Sabido es que lo más difícil no es ascender, sino descender. Más he descubierto que el condescendimiento es lo que otorga legitimidad, más que la búsqueda de las alturas -escribe María Zambrano. 17

Según Elizabeth, y esto lo reafirma Carlos Ayesta, su amigo y joven compañero de aventuras fotográficas, el fotógrafo tenía una personalidad introvertida rayana en la extrema timidez; hablaba poco: “prefería callar antes de equivocarse”, dice Elizabeth Schön. De su padre, quien tocaba guitarra y componía hermosos valses, recibió la música. Carlos Eduardo optó por un instrumento más personal y humilde, vinculado al mundo de los juguetes, la armónica. Además, le gustaban las armas de fuego, “disparar”, una palabra ligada también a la fotografía. Su vida sencilla y familiar la complementaba con paseos a la playa y la montaña y algunos viajes al exterior. Sin embargo, su verdadera pasión fue la fotografía. (Fig. 18)

María Elena Huizi, junio, 2013